Hablar
de la vida de los niños y las niñas, de su derecho a existir, es
hablar de la vida de las personas. De la vida con mayúsculas, de la
vida en su verdadera dimensión humana.
Comer,
descansar, jugar, crecer, aprender, pensar por cuenta propia,
expresarse con libertad, trabajar, construir, hacer arte, respirar,
querer y ser querido. Sin golpes, agresiones o castigos.
El
corazón de la vida es el cariño.
Los
niños y las niñas de cualquier edad vivimos de cariño, del cuidado
y la ternura, del afecto y la paciencia que otros –familia, amigos,
vecinos y semejantes– nos pueden dar, en el lugar y tiempo que nos
tocó nacer.
El
derecho a vida supone consideración y respeto. Entender que todos
los seres vivos –niños y niñas incluidos– somos como somos.
Tenemos energías y potencias propias, recorremos caminos diversos,
que se oponen y complementan, que se unen y separan.
El
derecho a la vida entrelaza y tolera, permite y apoya. Se cobija bajo
la idea de lograr una vida sana y alegre, íntegra y posible.
El
derecho a la vida de las niñas y los niños significa además un
nombre propio, un espacio vital tranquilo y sin zozobras. Una vida
sin penurias, sin racismo, sin maltratos ni amenazas. Sin hambre, con
agua limpia y amor.